Fuente:
BBC Mundo.
Una de las "leyes" del científico británico Arthur C. Clarke -coguionista de la película '2001: una odisea del espacio'- establece que "cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia".
Algunos avances tecnológicos se desarrollan a través de los siglos, pero otros pueden ocurrir dentro de una misma generación, dejando a quienes los vieron con esa sensación de que fueron testigos de algo mágico.
Apolo es un ejemplo aún más claro de la velocidad con la que pueden ocurrir estos avances. En cuestión de ocho años, pasamos de ser incapaces de volar en el espacio a vivir brevemente en la Luna.
El hombre más viejo del mundo en el momento en el que despegó el Apolo 11 -Charlie Smith, quien nació en 1842- se encontraba en el lanzamiento y sencillamente no podía creer que el destino de los hombres que estaban a bordo era el espacio exterior.
Hasta Michael Collins, astronauta del Apolo 11, un hombre íntimamente relacionado con las maquinaciones de su misión, dijo que sintió que había cierta magia en la manera en que funcionó el vuelo.
Del sueño a la realidad
Tales saltos tecnológicos requieren trampolines de curiosidad científica, y Apolo no fue una excepción.
Sin saber en qué dirección los dirigiría el nuevo mandatario, la NASA había preparado una serie de opciones para el presidente John F. Kennedy.
El principal de esos planes era un programa de exploración lunar tripulada, que no fue concebido por los estrategas militares, ni por los políticos con un ojo en el prestigio nacional, sino por una de las más grandes mentes científicas del siglo XX, un hombre apasionadamente interesado en nuestro origen.
El científico planetario Harold Urey le había sugerido a la NASA que lanzara un programa de exploración lunar en la década de 1950.
Urey se imaginaba que la Luna, carente de erosión atmosférica y el reciclaje de su corteza a través de las placas tectónicas, posiblemente conservaba algunas antiguas reliquias geológicas de los primeros años del Sistema Solar, desaparecidas hacía tiempo en la Tierra.
Urey despertó la curiosidad de la NASA. La agencia preparó planes ambiciosos para investigar sus teorías, en los que se hablaba de una armada de misiones robóticas de cartografía y que culminaba con un aterrizaje tripulado.
Con un precio estimado de US$11.000 millones, había pocas posibilidades de que fuera aprobado por el nuevo presidente, pero la NASA lo presentó por si acaso.
Y ese acaso surgió el 12 de abril de 1961, apenas tres meses después de la llegada de Kennedy a la oficina Oval, cuando el mayor ruso Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en orbitar alrededor de la Tierra.
Orgullo nacional
Kennedy consultó inmediatamente a su vicepresidente para saber qué podían hacer para restaurar el orgullo nacional y Lyndon B. Johnson no dudó en recomendarle el novedoso programa de exploración lunar de la NASA.
Al parecer, al principio Kennedy dudó. Sin garantías de éxito, parecía que iba a ser difícil convencer al Congreso debido a su costo. Sin embargo, Johnson lo persuadió.
"Ser el segundo en el espacio es ser el segundo en todo", le dijo al presidente. Kennedy no tuvo más remedio que adoptar el plan.
Reclutando a más de 400.000 hombres y mujeres en todo el país para este único, centrado y determinado objetivo, la filosofía de la NASA se inspiró en otra de las leyes de Clarke: "la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá de ellos hacia lo imposible".
Si uno examina los periódicos de cualquier momento de los años '60, se encuentra con reportajes sobre los tremendos problemas de ingeniería que atribulaban al programa Apolo.
Desde los aparentemente insuperables obstáculos para lograr que cada una de las etapas del Saturno V funcionaran, hasta los desafíos para garantizar que el módulo fuera seguro, tras el incendio que mató a los primeros astronautas de Apolo. Los mismos ingenieros habría dicho en ocasiones que no dudaban de que se pudiera hacer realidad.
Pero contra todos los pronósticos, el 16 de julio de 1969 -apenas 30 meses después del fatal incendio- el primer cohete Saturno V que pretendía llevar personas de la superficie de un mundo a otro se levantaba en el cielo de Florida.
Quienes trabajaron en Apolo -que conocían íntimamente cada tuerca y tornillo- se quedaron sin respiración al ver lo que habían logrado.
Para el resto de nosotros -maravillados al ver al vehículo más pesado que jamás había despegado de la Tierra- era mágico.
Tres días más tarde, cuando los primeros hombres llegaron a otro mundo, su acto inicial, pocos momentos después de pisar la superficie de la Luna, fue documentar y recoger una preciosa muestra de polvo lunar, para compartirla con los laboratorios en toda la Tierra.
Fue un gesto apropiado en el punto culminante de un viaje que había sido iniciado por una idea científica grandiosa sobre nuestros orígenes.
A pesar de que el programa Apolo surgió en momentos difíciles y de que su creación se aceleró debido al persistente terror de Armagedón, lo que quedó supera con creces la mera carrera de la Guerra Fría.
El que Estados Unidos hiciera ese inmenso esfuerzo nacional dedicado a algo más que la guerra, se ganó la admiración del mundo.
En estos momentos de gran incertidumbre, en la que se luchan tantas guerras sin solución y se ciernen nuevas amenazas, quizás necesitamos otro proyecto mágico inspirado en la curiosidad científica y logrado gracias al ingenio de la ingeniería para levantar los espíritus y ganar los corazones y las mentes.
El escritor J. Bainbridge resumió la aventura de Apolo como "una historia de ingenieros que intentaron llegar al cielo".
¿Ha llegado el momento de desafiar una vez más a nuestros científicos e ingenieros para que alcancen el cielo por el bien de toda la humanidad?