“Cobardes, hipócritas y eunucos”. Tan duros calificativos dedicó Miguel de Unamuno a “todos los que ocupando altos cargos no han concurrido a la celebración del centenario de Darwin”, según informaba el diario valenciano El Pueblo.
Era el mes de febrero de 1909 y en el Paraninfo de la Universidad de Valencia acababa de celebrarse el único homenaje de una institución académica española al naturalista inglés Charles Darwin en el centenario de su nacimiento y el cincuentenario de su obra cumbre, El origen de las especies.
Este martes, la misma universidad investía como doctor honoris causa a Richard Dawkins, una figura que ha transitado por la vía del evolucionismo desde el pensamiento científico a una militancia ateísta siempre rodeada de polémica. Hoy como hace 100 años, el evolucionismo levanta ampollas cuando coloniza las esferas políticas y religiosas, tiñendo de actualidad un debate que en España cuenta ya más de un siglo.
En 1909, el nombre del Naturalista Don Carlos –como figuraba en su pasaporte expedido en Argentina durante su viaje en el Beagle– no era extraño en España. La primera traducción completa de El origen de las especies al castellano en 1877 llegó casi dos decenios después de su primera publicación en inglés y varios años más tarde que las versiones francesa, italiana y alemana. Según el historiador Dale J. Pratt, el retraso se debió a “presiones gubernamentales y eclesiásticas”. El giro se produjo tras la revolución de 1868 que abrió el Sexenio Democrático.
Pero para entonces, las traducciones francesas de Darwin ya habían calado en círculos intelectuales. Según Emilio Huelin en La Ilustración española y americana, “llegó con frecuencia a considerarse en las veladas de la alta sociedad como algo chic y de buen tono citar pasajes de las obras de Darwin”, algo que mencionaba Galdós en Fortunata y Jacinta. Científicos como Ramón y Cajal manejaban el pensamiento evolucionista, que también recibía notables críticas de figuras como la escritora Emilia Pardo Bazán o el político conservador Antonio Cánovas del Castillo.
Dos Españas
La Iglesia católica abominaba de las ideas de Darwin, pero también surgió un pequeño núcleo precursor del evolucionismo teísta que después desarrollaría el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin. En resumen, a finales del XIX bullía un magma de debate entre dos Españas, para las que según Thomas F. Glick, autor de Darwin en España, “el darwinismo fue una piedra de toque”.
Con el cambio de siglo, la cercanía del centenario no pareció motivar a las autoridades académicas. Pero sí a un grupo de estudiantes valencianos de Medicina reunidos en una asociación llamada Academia Médico-Escolar. El inspirador de esta pequeña escuela fue el anatomista Peregrín Casanova, que había mantenido correspondencia con el eminente evolucionista alemán Ernst Haeckel. Tampoco es casual que brotara una corriente de interés en Valencia, donde el escritor Vicente Blasco Ibáñez había promovido el darwinismo con la edición de varias obras.
Siendo Casanova decano de la Facultad de Medicina, un discípulo suyo, Salvador Monmeneu, fue quien se percató de la efeméride y reclutó a sus compañeros para organizar un homenaje. La iniciativa estuvo a punto de naufragar: la subvención de 500 pesetas que habían solicitado al Ayuntamiento fue rechazada por los cargos conservadores. En último extremo, el alcalde firmó a regañadientes para no jugarse su puesto contra la mayoría republicana del consistorio.
El homenaje estuvo también en la cuerda floja cuando casi todos los científicos invitados por los estudiantes declinaron su asistencia. Uno de ellos, el más anciano, llegó a decir que era imposible que se cumpliese el centenario, ya que Darwin le había escrito en 1878. Por suerte, el más brillante de los invitados accedió encantado: Miguel de Unamuno, traductor del filósofo evolucionista Herbert Spencer, rector de la Universidad de Salamanca y ya entonces una celebridad.
Unamuno ambiguo
Las ocupaciones de Unamuno obligaron a retrasar el homenaje desde el 12 de febrero, fecha del aniversario, hasta el 22. Pero su presencia dio lustre al acto y resonancia nacional en la prensa. Frente a un auditorio abarrotado y ante un retrato de Darwin, el escritor pronunció un discurso “difícil de analizar”, dice Glick, “como lo es la postura de Unamuno frente al darwinismo”; aunque en esta ocasión suscribió el darwinismo punto por punto, poco después, en Del sentimiento trágico de la vida, diría que la Iglesia “se opuso a Darwin, e hizo bien, porque el darwinismo tiende a quebrantar nuestra creencia de que es el hombre un animal de excepción, creado expreso para ser eternizado”.
Ya entonces, Darwin era un asunto político y religioso. Según Glick, Monmeneu y sus colegas no querían “politizar el homenaje”, pero la prensa lo hizo por ellos. Durante semanas, diarios de ambos bandos se atizaron artículos donde, señala Glick, lo de menos fue siempre “el contenido científico del darwinismo”.
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