Paul Kammerer, uno de los biólogos más importantes de la primera mitad del siglo XX, aclamado en su momento como el nuevo Charles Darwin, se pegó un tiro un día de septiembre de 1926 en un camino forestal al sur de Viena, su ciudad natal. Por culpa de un sapo partero. Kammerer estaba convencido de que las habilidades que los animales adquieren pasan a sus descendientes; una teoría evolutiva expuesta un siglo antes por el gran zoólogo francés Jean Baptiste Lamarck, que explicaba por qué las jirafas tienen cuellos tan largos (al haberse esforzado durante generaciones para alcanzar las ramas y hojas más altas). Así que Kammerer se dedicó en cuerpo y alma a demostrar esta herencia de los caracteres adquiridos. Durante años habituó a los sapos parteros a que se apareasen en el agua –como hacen las ranas– en vez de en tierra. A la rana macho, cuando tiene que montar a la hembra para que expulse los huevos que debe fecundar, le salen unas diminutas espinas en sus dedos traseros que le permiten agarrarse mejor a la resbaladiza espalda de su compañera. Los descendientes de los sapos de Kammerer, obligados a procrear en el agua, desarrollaron aparentemente estas miniespinas en los dedos, causando asombro a los científicos en una reunión de Cambridge (Reino Unido) en 1923. ¡Darwin estaba equivocado!
Pero en 1926, Kingsley Noble, un herpetólogo del Museo Americano de Historia Natural, visitó a Kammerer en su laboratorio y se quedó atónito al descubrir que al famoso sapo le habían inyectado tinta china en los dedos para resaltar lo que no tenía. El fraude, publicado en Nature, destruyó la carrera –y la vida– del zoólogo vienés. Poco antes de su muerte admitía las conclusiones de Noble, aunque defendió su inocencia. En una conversación con un amigo suyo llegó a exclamar: “¿Crees que soy un zoquete o un idiota? Eso es lo que sería si hubiera permitido este fraude con tinta en mi laboratorio, abriendo las puertas a muchos enemigos o espías…”. El suicidio, sin embargo, sugiere que tuvo mucho que ver. El escritor Arthur Koestler, en su obra El caso del sapo partero, sugirió en 1971 que algún simpatizante nazi podía haber llevado a cabo el sabotaje (Kammerer era un socialista y se disponía a establecerse en la Unión Soviética).
¿Por qué un científico inteligente y capaz haría algo así? La pregunta sigue vigente. En 1970, William T. Summerlin se convirtió en una celebridad en el campo del trasplante de órganos gracias a un experimento que llevó a cabo en la Universidad de Stanford un año antes: había trasplantado piel humana de una persona de raza blanca a un paciente de color sin mostrar rechazo aparente. Summerlin se trasladó al prestigioso Instituto Sloan Kettering, donde en 1974 injertó piel de la espalda de dos ratones negros en dos albinos. Su técnica para evitar el rechazo consistía en cultivar la piel en un plato de nutrientes durante semanas antes del trasplante. A la hora de mostrar los resultados, Summerlin observó con horror que la piel injertada se estaba blanqueando, signo de que las cosas no iban bien. De forma impulsiva, Summerlin ¡oscureció la piel injertada con un rotulador! Al verse descubierto, su carrera y reputación quedaron destruidas. Pasó a la historia por el caso de los ratones pintados.
Sinichi Fujimura, un arqueólogo japonés, adquirió fama mundial al descubrir en 1981 las cerámicas más antiguas en Japón, con una edad de 40.000 años. Su fulgurante carrera como arqueólogo no parecía conocer límites, ya que con cada hallazgo suyo empujaba un poco más atrás en el tiempo la prehistoria japonesa. En octubre de 2000 anunció un descubrimiento revolucionario cerca de la localidad de Tsukidate: que había desenterrado, siete años atrás, utensilios trabajados y agujeros que soportaron pilares antiguos de 600.000 años. Pero en noviembre de ese año, un fotógrafo del periódico Mainichi Shimbun cazó a Fujimura mientras colocaba los objetos y agujereaba el suelo. La conmoción del público fue tremenda –se habían reescrito incluso libros de texto en las escuelas gracias al empuje popular de la arqueología de Fujimura–, y cuando se le preguntó, ésta fue su respuesta: “El diablo me impulsó a hacerlo”.
La tentación ronda a los científicos, considerados muchas veces por el público como seres neutrales y románticos en busca de una verdad absoluta. La línea que separa el fraude de la deshonestidad a veces no es tan clara. Francisco Anguita, planetólogo de la Universidad Complutense, lo explica así: “Una cosa que pasa a menudo en la ciencia es que se tiende a exagerar los resultados obtenidos. El mensaje es: qué importante soy, déme más dinero”. Para Anguita, esta actitud no llega a ser fraudulenta, pero puede dar lugar a comportamientos no demasiado honestos: por algo se empieza. En sus clases pone como ejemplo el escándalo periodístico y científico originado en 2000 cuando un geólogo británico, Simon Day, divulgó un informe que presentaba al volcán Cumbre Vieja, en la isla de la Palma, como “inestable”, susceptible de derrumbarse ante la siguiente erupción; el tsunami que generaría debido a una inconcebible cantidad de rocas vertidas al mar sería el más grande jamás observado: olas de 600 metros de altura arrasarían el Caribe y la costa oriental de Estados Unidos. La percepción de los medios y el mensaje que llegó al público era que la catástrofe podía suceder en un espacio de tiempo como para preocuparse. La BBC se hizo eco de ello en un reportaje sensacionalista, cuando lo cierto es que un fenómeno de estas características sucede a escalas geológicas cada centenares de miles de años. Casualmente, algunos de los profetas que opinaron en el programa de la BBC, como el vulcanólogo Bill McGuire –con respetables laureles académicos–, asesoran a compañías de seguros.
La deshonestidad en la ciencia tiene muchas caras. Los científicos deshonestos juegan con la credulidad del público, y no tenemos más remedio que creerlos hasta que la comunidad científica los caza. Sin embargo, hay afirmaciones publicitadas que van contra el sentido común. Hagamos un poco de gimnasia mental con las siguientes historias. ¿Tiene usted un buen nivel de escepticismo?
El 31 de marzo de 1983, la revista New Scientist publicó una asombrosa historia: científicos habían fusionado células de tomate con las de un toro mediante un “choque térmico” para crear “el primer híbrido entre planta y animal”. ¡Noticia bomba! Barry MacDonald y William Wimpey, de la Universidad de Hamburgo, observaron cómo su Frankenstein mitad vegetal y mitad animal crecía en un medio de cultivo con nutrientes como una planta de un tomate, pero tenía “una piel dura, como de cuero, y cuyas flores eran sólo polinizadas por tábanos”. El siguiente paso sería la creación de un superhíbrido entre el tomate, el toro y el trigo. Un mes después, la revista reproducía las cartas y las carcajadas de los lectores avezados, congratulándose por abrir una sección de humor (la noticia era una broma típica del primer día de abril, que en la tradición anglosajona equivale al día de los Inocentes en España). Sin embargo, New Scientist recibió la “ansiosa” llamada de un periodista sueco que habría reproducido fielmente la historia en su columna semanal de ciencia, y que había sido retado por dos profesores para demostrar si era cierta.
La siguiente es aún más increíble. En 1957, Harald Stümpke, del intrigante Instituto Darwin de Ayayai, y Gerolf Steiner, un profesor de zoología de la Universidad de Heidelberg (Alemania), presentaron un extenso trabajo que hablaba de un nuevo orden de mamíferos, los rinogrados –también llamados narigudos–, describiéndolos como extraordinarios animales que andaban, se alimentaban y cazaban… ¡sólo con la nariz! Había dibujos en los que estas criaturas, parecidas a ratones, tenían trompas tentaculadas para simular los pétalos de una flor, atrapar insectos, propulsarse hacia atrás con ayudas de grandes orejas estilo Dumbo… y un sinfín de maravillas. Los autores describían minuciosamente casi una treintena de géneros. Los narigudos vivían en el archipiélago de Ayayai, en el Pacífico, pero una explosión nuclear llevada en secreto a 200 kilómetros destruyó la isla, hundiéndose con ella uno de los autores, Stümpke, el único que los había visto. La prestigiosa editorial francesa Masson tradujo la obra en 1962, y un biólogo de renombre, Pierre Grassè, profesor de la Sorbona de París, expresó en el prólogo su admiración por el trabajo al presentar “hechos nuevos, insospechados” que además “invitaban al hombre de ciencia a reflexionar sobre las causas de la diversificación de los seres vivos sobre nuestro planeta…”. La revista Natural History publicó un extracto del trabajo en 1967 (¡el primer día de abril!) y recibió cartas que lamentaban el destino final de los narigudos y protestas por la destrucción de su hábitat. El trabajo original y Stümpke eran pura invención de Steiner, un chiste zoológico para explicar el concepto de evolución a sus alumnos. Para algunos fue tomado en serio.
A comienzos de los setenta se descubrió en la isla de Mindanao, en Filipinas, una tribu prehistórica que había permanecido aislada del mundo: los tasaday. No tenían ropa, ni cultivaban ni criaban animales. Ni siquiera poseían armas con las que cazar y vivían en cuevas, llevando una vida penosa en el bosque. Su existencia llegó a oídos de Manuel Elizalde, un ministro del dictador Ferdinand Marcos, en 1971, y un año después, el Gobierno filipino organizó una expedición donde una legión de científicos sociales y periodistas tuvieron la ocasión de asombrarse ante el hallazgo. Se escribieron libros, estudios lingüísticos y publicaciones en revistas técnicas, y National Geographic dedicó una portada a la gente de “la edad de piedra”, con magníficas fotos en color. ¡El descubrimiento antropológico del siglo! Pero en 1974 se impuso la ley marcial en Filipinas y se prohibió el acceso a la isla, aislamiento que duró hasta el final del régimen, en 1986. Fue entonces cuando se descubrió que los tasaday llevaban camisetas y pantalones y dormían en camas de madera. Uno de ellos reveló a un periodista sueco que el propio Elizalde –que tuvo que huir del país por desfalco, una vez acabada la dictadura– les había persuadido para que posaran en las cuevas ante los fotógrafos como una tribu prehistórica. Toda una farsa.
A finales de 2005, la revista Science retiró el famoso artículo de las células humanas clonadas obtenidas de pacientes del coreano Hwang Woo-Suk, y en enero del siguiente año, los cimientos de la revista temblaron aún más cuando se supo que había falsificado todos los datos (incluidos los de la obtención de células embrionarias a partir de lo que sería el primer embrión clonado recogidos por la misma publicación en 2004). Science había anunciado la maravilla a bombo y platillo durante el verano, y seis meses después el fiasco hizo sonrojar a sus responsables, el comité de revisión encargado de velar por la credibilidad de los trabajos publicados. ¡Una mentira pura y dura! La respuesta del editor de Science fue que, simplemente, a la hora de publicar los trabajos, los responsables de la publicación daban por hecho que los científicos son honestos y dicen la verdad. Hasta entonces, la carrera del científico coreano iba como la espuma. “Si alguien miente, no importa que sea un científico o alguien que quiera hacernos creer que posee poderes paranormales”, asegura James Randi a El País Semanal. “Si se trata de un científico, es como si un oficial de policía cometiera un crimen. Tiene una doble responsabilidad”.
Randi tiene el sobrenombre de El Asombroso Randi. Calvo, con una poblada barba blanca y gafas de pasta, parece un profeta de la ciencia. Pero Randi no es un científico, sino un mago profesional, quizá de los mejores. El propio Carl Sagan reconocía que no conocía a nadie que había trabajado con tanto ahínco para desenmascarar a los psíquicos, los tramposos y los chiflados del mundo paranormal. Su labor fue reconocida por Isaac Asimov o el Nobel de Física Richard Feynman. Pero Randi también se ha significado por mostrar la credulidad y deshonestidad de los científicos, y se le ha requerido para investigar clamorosos hallazgos científicos, como el caso de la “memoria del agua” –por el que un inmunólogo francés publicó en Nature que el agua era capaz de retener la memoria de las partículas disueltas en ella– y probar su falsedad.
Randi no sólo se ha hecho famoso por destruir a la legión de farsantes como Uri Geller, el doblador de cucharas, y otros tantos que se pasean a menudo con la bendición de los medios de comunicación, sino que además ha apostado dinero en ello a través de la Fundación para la Educación que lleva su nombre. “En los sesenta estaba participando en un programa de Nueva York y un parapsicólogo me retó diciéndome: ¿por qué no pones tu dinero donde está tu boca? Y dije, bien, cogí 1.000 dólares para pagar a cualquier persona que pudiera demostrarme que tuviera evidencia sobre poderes paranormales. Por supuesto, nadie los reclamó”. La recompensa subió hasta 10.000 dólares, hasta que un filántropo de Virginia le proporcionó un millón de dólares, con estas palabras: “Ahora tienes algo bueno que ofrecer”. ¿Y qué es lo que ha ocurrido? Randi ha comentado jocosamente que nunca un millón de dólares estuvo tan a salvo.
Este mago explica que ha examinado a muchos que honestamente creen poseer poderes paranormales y que simplemente resultó que estaban equivocados o confundidos. Sin embargo, para Randi, los científicos que cometen fraudes a sabiendas y los “psíquicos” como Geller que tratan de engañar a sabiendas deben meterse en el mismo saco. Es posible que a muchos esta conclusión parezca excesivamente dura. Quizá más chocante aún es comprobar cómo los científicos pueden a veces resultar increíblemente crédulos. La lista de los que se han visto seducidos por la seudociencia es larga, empezando por Harold Puthoff, un físico en cuyo currículo figura que ha publicado artículos en electrodinámica cuántica –y que ahora dirige el “Instituto de Estudios Avanzados” en Austin, Tejas (entre cuyos temas de investigación destaca el estudio de “misteriosos triángulos voladores con luces” avistados en todo el territorio norteamericano), y Russell Targ, que ha llevado a cabo investigaciones en láser. Ambos concluyeron que Geller tenía poderes genuinos y publicaron en 1974 un artículo en Nature, cuya editorial justifica el motivo de la publicación para mostrar el sistema de experimentación usado en parapsicología, con resultados débiles y poco concluyentes. El físico británico John Taylor, del King’s College de Londres, estaba convencido de los poderes del psíquico israelí hasta que recibió la visita de Randi. “Le encontré en su laboratorio y le volví loco completamente, no sabía cómo se hacían los trucos”, relata este mago. “Se enfadó mucho, ya que se dio cuenta de que Geller usó con él las mismas triquiñuelas”. Un ejemplo aún más llamativo lo encontramos en la Sociedad Física Americana, una organización mastodóntica compuesta de 40.000 miembros en todo el mundo y que reúne a la flor y la nata de la física mundial. Varios de sus miembros validan y aceptan la “habilidad” de los zahoríes a la hora de adivinar, usando varas o péndulos, dónde se encuentran depósitos ocultos de agua bajo tierra. La radiestesia a veces es objeto de comunicaciones y comentarios favorables dentro del seno de esta sociedad. Entre las “especialidades” de esta disciplina seudocientífica se encuentra la adivinación de la localización de objetos y personas perdidas.
Esta credulidad puede explicarse por algo que Randi describe como el síndrome de la torre de marfil: el científico vive encastillado en su educación académica y sólo trata con gente académica. Muchas veces no quiere saber nada de lo que sucede fuera. Cuando se produce este primer contacto, los científicos ingenuos son engañados. “Ser listo es muy diferente de ser inteligente. La educación no le hace a uno más listo, sólo más educado”.
Hay varios motivos por los que un investigador decide arruinar su carrera por una mentira. Para Benjamin Radford, director de la revista Skeptical Enquirer, el prestigio es uno de ellos. “Alguien que desea que su nombre pase a la historia como el de un gran científico o descubridor”. El anuncio de la fusión fría, realizado el 23 de marzo de 1989 en la Universidad de Utah (EE UU), dio la vuelta al mundo. Ese día, un químico llamado Stanley Pons convoca una rueda de prensa –junto con su compañero Martin Fleischmann– y enseña un frasco con dos electrodos de metal sumergidos en agua pesada. Con voz tímida afirma: “Hemos establecido una reacción de fusión sostenida por medios muy sencillos” (por la que átomos de hidrógeno pesado se fusionan para formar helio) en la que “sale más energía de la que ponemos”. Fleischmann dice por su parte: “Parece que podemos conseguir fusión indefinida en un instrumento relativamente barato”, y recalca: “Es absolutamente esencial establecer la ciencia básica del fenómeno”. Desde luego que merece la pena validar lo que sería el mayor descubrimiento energético de la humanidad. Los científicos se lanzan a ello en cuestión de horas. A finales de mayo de ese año, el Departamento de Energía de Estados Unidos concluye que la evidencia sobre la fusión fría no era convincente.
¿Otro fraude más? “Cuando Pons y Fleischmann hicieron este anuncio sobre fusión fría, creían en ello, y no hubo intento de mentir”, dice Radford. Fiascos como los de Science dando crédito a las mentiras de Hwang Woo-Suk podrían explicarse debido a la alta cantidad de trabajos científicos y estudios “que se publican cada año, por lo que uno no puede contrastar dos veces cada referencia o suposición”.
Sin embargo, si echamos un vistazo a la historia, encontramos aspectos en común. Joe Nickell es un investigador de lo paranormal, los fraudes científicos e históricos. Su perfil –aunque parezca una redundancia– se sale de la normalidad. Se le ha llamado “El moderno Sherlock Holmes” o el verdadero “Agente Scully” (el componente escéptico del equipo del FBI de la serie televisiva Expediente X). La gente cree fotografiar fantasmas en casas supuestamente encantadas, fantasmas que no ha visto con sus ojos. Son “simples reflejos de las partículas de polvo que rebotan la luz del flash”. Aquellos que dicen haber visto al monstruo del lago Ness –Nessie– están viendo una nutria, ya que estos animales “nadan en línea” y lo hacen muy rápido, de forma que “parecen exactamente una serpiente de mar”.
El escándalo de las falsas células madre clonadas de Hwang tiene muchas similitudes con el fraude favorito de Nickell, el Hombre de Piltdown: un ser humano con un cerebro grande y mandíbula simiesca encontrado en 1912 por el arqueólogo aficionado Charles Dawson. Bautizado como Eoanthropus dawsoni, y con una edad de medio millón de años, fue proclamado a los cuatro vientos como el eslabón perdido entre el hombre y el mono. Más de cuatro décadas después, se descubrió que la mandíbula era de un orangután. Para Nickell, Dawson es el autor del fraude. El cráneo fue hallado cerca del pueblo de Uckfield, en Sussex (Reino Unido), y “al igual que las falsas células clonadas, sucedió en las fronteras de la ciencia, algo que empujaba adelante el conocimiento para proporcionar el eslabón perdido de Darwin”. El propio Dawson había expresado claramente que “esperaba el gran descubrimiento que parece no llegar nunca” en 1909. Y no era la primera falsificación que hacía; tenía una lista previa de al menos 38 fraudes. No importó. Flotaba en el ambiente el deseo de que Inglaterra fuera la cuna de la humanidad. Quizá en Corea se respiraba un clima similar por las hazañas previas de Hwang Woo-Suk, en las que figuraba la clonación de un perro. “Verse aclamado por el mundo es una motivación humana muy poderosa”, destaca Nickell. Dawson se encontrara siempre presente cuando aparecía una nueva maravilla. Sin embargo, al morir, en 1916, dejaron de aparecer más restos. En palabras de Stephen Jay Gould, no hicieron un buen trabajo. El mejor logro fue dar el color adecuado a los huesos. El Hombre de Piltdown supuso un retroceso de décadas en el pensamiento de la paleoantropología.
La seudociencia y las mentiras científicas no son más que el exponente de que el ser humano es “un creyente instintivo”, nos dice este detective de lo paranormal. Los engaños de las estatuas santas que lloran no cambian el pensamiento de los fieles ni dañan especialmente sus sentimientos religiosos: si el fraude se demuestra en un caso, siempre habrá estatuas que lagrimeen de verdad. La Sábana Santa – de la cual Nickell ha hecho réplicas casi idénticas– es en realidad una pintura hecha sobre tela cuya historia no se remonta más allá del siglo XIV, pero la gente sigue creyendo en ella, y además se insiste en los templarios: “Cualquier misterio tiene templarios hoy día”.
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