sábado, 19 de mayo de 2007

Pasando el alma humana a una computadora

Desde tiempo inmemorial los humanos hemos soñado con un concepto aparentemente imposible: la INMORTALIDAD. El vivir para siempre. Casi todos aceptan la muerte como algo natural. Ya lo dice el conocido refrán: “Hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos.” Todos nos tenemos que morir. Y ahora eso es así. Las religiones y la mitología siempre han tratado de obviar el miedo a la terminación completa y absoluta del “yo” que tendría que venir con la muerte postulando un “fantasma” inmortal. Un espíritu inmaterial que sobrevive al cuerpo. Este mítico espíritu invisible o “sube” al “cielo” (una idea totalmente mitológica de cuando se creía que la Tierra era el centro del universo, y el “cielo” era una bola que giraba encima de nuestro planeta), o “reencarna” en otro cuerpo (otra idea algo absurda porque ahora hay billones de veces más “almas” que hace 3 o 4 generaciones atrás. ¿De dónde vienen entonces las almas “nuevas”? Y si se crean almas “nuevas de paquete”, ¿para qué reciclar las viejas por magia? ¿Y donde se guardan los recuerdos de vidas pasadas si no hay memoria sin bits físicos de información?).

De más está decir que no hay absolutamente NINGUNA EVIDENCIA empírica de que existan tales espíritus fantasmales hechos de “protoplasma inmaterial” que ni pesa ni ocupa espacio, controla al cerebro por magia no física, y sobrevive a la muerte del cuerpo biológico. El no querer morirnos y soñar con una vida en el “más allá” es un deseo universal de todas las culturas humanas. Pero el querer que algo exista no hace que eso exista. Máxime si ese ente espiritual mágico violenta las leyes de la Física según las conocemos.

Pero si el espíritu inmortal de las religiones y las mitologías no existe (por más que lo deseemos), ¿podría la ciencia proveernos de “INMORTALIDAD”? ¿Estaría dentro del poder de la medicina y la biología “curar” la muerte? ¿Transferir mis memorias, mis emociones y mi conciencia a otro sitio cuando yo me muera para que no se pierdan? ¿Podría “yo” seguir viviendo después de morir por algún artilugio científico-tecnológico?

La contestación ahora mismo es definitivamente que NO. Nada nos puede salvar por ahora de la muerte que nos acecha a todos, y que tarde o temprano nos alcanzará sin remedio. Podemos extender la vida un poco y curar ciertas fallas en nuestro cuerpo biológico, pero los mecanismos de envejecimiento y eventual muerte parecen ser ineludibles.

Pero las ideas modernas de que nuestra alma es un set de patrones neuronales en el cerebro que sirven de control maestro a todas las percepciones, emociones, acciones y pensamientos del animal que identificamos como que soy “yo” sugiere una posible salida a la inevitabilidad de la muerte. Mi cuerpo biológico tiene que morir. Pero, ¿se podrá grabar y rescatar este complejo patrón de memorias y señales electroquímicas en algún otro sitio que no sea mi cerebro? Si nuestra inteligencia y personalidad es el SOFTWARE del cerebro, ¿no se podrá hacer un “backup copy” de ese SOFTWARE en otro medio físico?

En la ciencia-ficción esta idea de que nuestro yo interno es una computadora compleja que eventualmente nuestras computadoras pueden alcanzar en complejidad es cada vez más popular, (entre mis instancias favoritas está Data, el maravilloso androide de Star Trek: The Next Generation o la espectacular trilogía de The Matrix). Lo interesante es que hay varios científicos visionarios trabajando en esta meta.

¿Cómo crear una computadora tan compleja que sea capaz de reproducir el alma de un ser humano? Muchos piensan que eso es imposible. Dicen con una seguridad categórica que nunca jamás una computadora podrá reír o llorar o amar. Que no podrá tener libre albedrío. Que no podrá ser impredecible como un ser humano. Pero este tipo de prohibición (que ahora es totalmente cierta) se basa en un desconocimiento de cómo funciona la mente humana (lo que la hace tan “mágica” e impredecible) y en creer que las computadoras en el futuro seguirán siendo esencialmente iguales a las de ahora, y teniendo siempre las mismas limitaciones. Ambas premisas me parecen dudosas y poco confiables como para hacer estas predicciones tan tajantes de que “esto siempre será imposible”. No veo ninguna imposibilidad ni matemática ni en las leyes de la física que prohíban el desarrollo de computadoras “inteligentes” (y los matemáticos más “nerds” que no me vengan a citar el Teorema de Gödel, porque no es eso lo que dice).

En el 2005 se comenzó un proyecto revolucionario denominado el “Blue Brain Project”. Este es un consorcio entre IBM y el Brain and Mind Institute en la École Polytechnique de la ciudad de Lausanne en Suiza. Usando la arquitectura de la supercomputadora Blue Gene (famosa por ser la campeona mundial de ajedrez) este ambicioso proyecto intenta crear una simulación funcional y biológicamente similar a un cerebro humano. La idea es simular en software el funcionamiento de una neurona y luego crear una red neural que conecte las sinapses electrónicas de millones de estas neuronas artificiales. La meta inicial es crear un enjambre de sobre 60,000 neuronas electrónicas para simular el funcionamiento de la columna neocortical del cerebro (esta es la unidad independiente más pequeña de la corteza frontal del cerebro). El proyecto ha logrado simulaciones de sobre 30 millones de conexiones sinápticas en sus posiciones correctas en una red en 3 dimensiones. Los neurocientíficos cada vez más se acercan a la meta de un entendimiento completo de ese gran misterio científico que es el cerebro humano.

La meta del proyecto no es crear una “computadora inteligente” todavía. Más bien lo que busca es investigar ciertos aspectos neurológicos de los procesos cognitivos básicos, así como averiguar el porqué de ciertos desordenes nerviosos como el autismo. Pero es un gran paso de avance hacia el sueño de la ciencia-ficción de poder plasmar nuestra conciencia y nuestra memoria en un cerebro artificial computarizado y así, por medios científicos y no por espiritismos mitológicos, lograr algún día alguna medida de inmortalidad de nuestra alma.

Fuente: Ciencia e Independencia.

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