El mundo de la ciencia le conoce como Susumu. Un privilegio, el del nombre de pila, reservado al firmamento donde residen Elvis, Audrey o Bruce. Descubrió los mecanismos de reordenamiento genético que permiten a los linfocitos responder a cada infección con un anticuerpo fabricado a medida. Este hallazgo le convirtió en el padre de la inmunología molecular, vástago del que se emancipó cuando consideró que éste podía desenvolverse solo.
En una maniobra insólita, cambió de especialidad después de recibir el premio Nobel en 1987, y en su nueva reencarnación de neurobiólogo, ha aupado su laboratorio a los puestos de cabeza en el estudio de los mecanismos de la memoria y el aprendizaje.
Le rodea una fama de duro competidor en uno de los más competidos santuarios de la investigación mundial, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). En el 20 aniversario de su ascenso al Olimpo de los Nobel, y con ocasión de la concesión de la medalla de oro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), visitó Madrid esta pasada semana.
Cuando un científico gana el Nobel a los 48 años, ¿qué le queda por hacer?
Pensé que podía aplicar lo que ya conocía a algo nuevo. Yo había aprendido biología molecular cuando estas técnicas empezaron en los años sesenta, y las había utilizado para generar ratones transgénicos y knock-out. Cuando me trasladé a Basilea para estudiar inmunología, a principios de los setenta, allí había inmunólogos muy buenos, pero no sabían nada de genes, y no aplicaban técnicas de biología molecular. Fui el primer inmunólogo molecular de la historia.
Luego, a finales de los ochenta, pensé que podía aplicar estas mismas técnicas en otros campos logrando un gran impacto. Por entonces, el cerebro era el futuro, pero en neurociencias nadie trabajaba con biología molecular. Así que para mí fue como un déjà-vu. Fuimos los primeros, y aquello nos ganó un montón de atención, así que fue muy fácil establecer colaboraciones con otros neurocientíficos: electrofisiólogos, biólogos del comportamiento...
Es inusual que un científico cambie de disciplina. ¿Fue una transición difícil?
Me costó siete años completarla, pero un montón de cosas me ayudaron. La fundación Howard Hugues me financió generosamente, y al MIT no le importa en qué investigues, mientras sea ciencia de calidad. También ayudó que comenzara en neurociencias haciendo lo que hacía antes en inmunología.
De hecho, su primer paso fue comprobar si había recombinación y mutación somática en las neuronas, como ocurre con los anticuerpos.
Hicimos un estudio, pero aquello no resultó ser correcto. Otros autores publicaron incluso resultados equivocados. Los nuestros no lo estaban, pero las pruebas no eran concluyentes. Por fortuna, llevamos en paralelo un proyecto totalmente distinto. En 1992 publicamos nuestros primeros dos estudios en Science, con ratones defectivos para la CAM quinasa II.
Esta tecnología se pudo aplicar a otros genes, lo que nos ganó un reconocimiento relativamente rápido en la comunidad neurocientífica. Retrospectivamente, el plan era bueno: si quieres moverte a un nuevo campo, tienes que estar muy interesado en el tema, pero además tener una estrategia para lograr un impacto: un nuevo abordaje, nuevas hipótesis, nuevas tecnologías... Esto permite mirar los problemas viejos desde un nuevo ángulo.
Los genes solían considerarse intocables en las células maduras. ¿Cómo llegó a la recombinación somática?
En los sesenta, había un gran debate sobre si la diversidad de los anticuerpos se generaba durante la evolución, lo que se llamaba la teoría de la línea germinal que defendía Leroy Hood en Caltech, o si se generaba durante la vida del individuo, somáticamente. Estuve en un congreso y los dos grupos debatían arduamente, pero sin pruebas reales.
Yo pensé que estaban locos, porque no se podía responder esta pregunta sin comparar la diversidad de genes y proteínas. Nadie lo había hecho, porque había que secuenciar los genes, y los inmunólogos no contemplaban este abordaje. Cuando planifiqué el experimento, yo no creía en el reordenamiento somático. Yo era partidario de la teoría de la línea germinal, porque en efecto, por entonces había un dogma: los genes no cambian durante la vida de un individuo.
Quería mostrar al mundo que los genes de las inmunoglobulinas no eran diferentes de cualquier otro gen. Por fortuna para mí, resultó ser justo al contrario. A la gente le costó creerlo, porque la inmutabilidad de los genes en la ontogenia era esencial para explicar el desarrollo: la única razón para que diferentes células produjeran diferentes proteínas era por Jacob-Monod; la expresión debía ser diferente en distintos linajes celulares, pero no los genes. El hecho de que los genes se movieran, y cambiase su actividad, era algo totalmente nuevo. Lo más inesperado resultó ser lo correcto.
Un editor de Nature apuntaba la semana pasada que las células madre existen para que el cuerpo no evolucione a lo largo de la vida de un individuo, preservando los genes inmutables, y que el sistema inmune es el único que evoluciona de forma darwiniana.
Es cierto. Pero también existen células madre en el sistema nervioso, y todavía no entendemos cuál es su propósito. Pero sí, el sistema inmune yo diría que es un microcosmos darwiniano de evolución, y literalmente ocurre en la vida de un individuo. Hay diversificación de genes de anticuerpos, y el patógeno invasor selecciona las células más aptas, que son las que se dividen.
El sistema inmune utiliza el mismo principio que la evolución. ¿Sabe por qué? Porque es el único sistema del cuerpo que tiene que tratar con lo inesperado, la inestabilidad. Las bacterias hacen copias de su ADN cada dos o tres horas, y con ello aparecen variaciones mutantes. Nosotros nos reproducimos solo en 20 o 30 años, así que no seríamos capaces de sobrevivir contra otros organismos que nos infectan con una tasa de diversificación tan rápida.
Para protegernos, la evolución inventó el sistema inmune para que podamos usar el mismo mecanismo de la bacteria, y mutar a su misma velocidad. Es una carrera. Somos un poco mejores que las bacterias en este sentido, y así podemos existir.
¿Y qué hay del sistema nervioso central, de la memoria? ¿Podríamos decir que hay también un cierto darwinismo entre las neuronas, en el sentido de que los recuerdos quizá deban competir por su supervivencia en un número limitado de sinapsis?
Sí, hay cierto grado de eso. Existe la interferencia de memoria. Cuando memorizamos algo nuevo, eso afecta a la memoria previa, y los recuerdos se pueden mezclar, creando confusión. Hace un mes publicamos en Science que el hipocampo tiene una conexión específica que reduce esta confusión al mínimo. Pero hay veces que los recuerdos se pueden mezclar, y esta es la base del déjà-vu.
Sabes que es la primera vez que visitas un lugar, porque el neocórtex te lo dice, pero si has estado antes en otro lugar parecido, la similaridad es un reto para el hipocampo, que te dice: "has estado aquí antes". Momentáneamente se produce un conflicto, que después se corrige.
¿Qué nos hace realmente únicos a los humanos?
Solo nos distinguen unos pocos genes de los simios. Gente como Chomsky defiende con ahínco que el lenguaje evolucionó con Homo sapiens, pero los simios tienen un lenguaje primitivo. Los macacos pueden contar hasta cinco o seis, pero no más. Aparentemente, los monos pueden reconocerse en el espejo. Todo eso está en el córtex prefrontal, que es mucho más pequeño en el ratón.
¿Y el hipocampo?
También existe en ratones, aunque la red es más simple, pero esto nos permite estudiar la memoria en animales. A cada momento, todo lo que hacemos y todo lo que pensamos está basado en la memoria. Sin ella no seríamos seres inteligentes, sobre todo la memoria de hechos. Lo que hace la memoria humana más sofisticada es la complejidad de la red. Pero la plasticidad sináptica, el mecanismo de almacenamiento de recuerdos, es el mismo, incluso en Drosophila.
El mecanismo de recuperación de esos recuerdos es más complicado. Estoy seguro que en nuestro cerebro utilizamos la conexión entre córtex prefrontal e hipocampo para recuperar los recuerdos, cuando tenemos conciencia del contenido de ese recuerdo. Pero no estoy tan seguro de que esa conexión funcione así en ratones, así que no puedo estudiarlo.
En humanos la única tecnología disponible es la resonancia magnética por imágenes. Necesitamos algo más. Al fin y al cabo, en biología tratamos de responder a una única pregunta: ¿qué son los seres humanos? No nos importa saber qué es la Drosophila o el mono, sino qué somos nosotros. Mucha gente en la calle cree saberlo, pero nosotros, los científicos, aún no sabemos qué son los seres humanos.
Se lo explico: cuando usted y yo hablamos, no nos vamos a pegar o a disparar, porque tenemos en común un entendimiento y un comportamiento, así es como está construido nuestro cerebro. Pero si usted se convierte en el presidente de los EEUU, de repente empieza a enviar tropas armadas a países pobres, y mata a un montón de gente inocente.
¿Y por qué? No entendemos qué le ocurre al cerebro del presidente Bush, o a los de sus seguidores. Casi la mitad de los americanos apoyan esta política. ¿Qué es lo que ocurre? Si hablas con ellos de tú a tú, pueden ser personas muy amables, pero piensan que es una buena idea matar a toda esa gente. Esto nos dice que no entendemos cómo funciona el cerebro humano. Tenemos esas tremendas contradicciones.
También está la cuestión de la religión. Las personas religiosas dicen: Dios nos hizo. Si no es así, no podemos explicar el mundo. Los neurocientíficos como yo decimos: Nosotros hicimos a Dios. El cerebro humano hizo a Dios. Es una realidad. Ni el gato ni la Drosophila tienen un concepto de Dios.
Yo no sé qué red es responsable de que algunas personas tengan este concepto, y otras no. Ese es el objetivo primordial de la neurociencia: conocer cómo funciona la mente humana. Para esto necesitamos tecnología no invasiva. No sabemos cuál será ni cuándo vendrá, no podemos predecirlo. Pero sabemos que vendrá. Mirando hacia atrás en la historia, la tecnología requerida siempre vino.
¿Cree que las células madre neurales permitirán construir modelos?
La teoría es buena, y puede servir para los animales, pero en humanos no tendremos garantías de que los modelos sean válidos. Necesitamos recolectar más información, y siempre dependeremos de los abordajes experimentales.
¿Y las simulaciones informáticas? Hoy muchos ingenieros proponen que pueden servir para reemplazar a los organismos, incluso para probar fármacos o condiciones experimentales variadas.
La gente intenta comprender cómo funciona el cerebro a través de la robótica, pero yo creo que el conocimiento del cerebro ayuda más a la creación de inteligencia artificial de lo que ésta ayuda al conocimiento del cerebro. Por ejemplo, se habla de tecnologías para los automóviles que permitan que el coche pueda memorizar tu manera de conducir, de manera que se pueda personalizar el coche a la medida de cada persona. Las nuevas tecnologías son muy importantes, pero por ejemplo, los limpiaparabrisas siguen ahí desde el primer día.
¿Llegará la tecnología al nivel de reconstruir la memoria?
Es distinto lo que los ingenieros pueden hacer de lo que la sociedad permite. No me sorprendería que se llegara a ese nivel, pero tendrían que existir los mecanismos de control para que las emociones no permitan que las máquinas agredan a los humanos.
Siendo funciones separadas en el cerebro...
Pero conectadas.
¿Alguna vez ha pensado en regresar a Japón?
No realmente, pero, a medida que me hago viejo, tengo más interacción con organizaciones científicas japonesas. Pero yo soy un científico, y seguiré investigando hasta que muera. Algunos científicos asumen labores de administración. Yo lo he hecho en los últimos diez años, dirigiendo el Instituto Picower en el MIT, pero dimití este enero, y siempre he mantenido mi laboratorio muy activo. No veo ninguna ventaja en mudarme a Japón. Quizá haga algo de administración en neurociencias allí, pero a tiempo parcial y por una temporada. No me queda mucho tiempo, ya tengo 68.
Así que nunca se retirará.
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